Rastros

viernes, 9 de marzo de 2012


Después de hacerle el amor, cayó rendida al sueño. Como si no hubiera dormido en eónes.
Yo no podía frenar mi catarata de ideas, mientras ella, apoyando su delicado cabello en la almohada, quizá también pensaba. Pensaba dormida. La miré aunque supiera que sus párpados no rendirían cuenta a sus pupilas, me imaginé que podría estar en otra parte, menos en esta cama.
-¿De verdad quise evitarla?- la respuesta fue obvia al girar, ella estaba desnuda a mi lado hacía ya dos horas. Hace tan sólo otras tres, entre que fui a buscarla y la llevé al hotel para darnos placer... placer, sí, esa era la razón. Si ella tiene una vida fuera de estas paredes, una vida muy distinta de la mía. Tergiversaba verdades para verme, yo soy la excepción de la línea de su falda y siempre que puede me lo recuerda. Por eso es que nunca me atreví a saber demasiado de ella, aunque ahora estoy intentando saber por qué tiene esta lúgubre expresión, aún dormida. Volví la vista al techo y dejé que mi cabeza siguiera haciendo reflexión.
Ya no era feliz como antes, cuando me la cruzaba en los pasillos del lugar donde trabajo, ya no se paseaba con las comisuras de la boca en alto. Yo ya no podía ver ese halo, ni sentir la bestial sensación de coquetearle, rozarla, mirarle. No era la mujer que dos meses atrás me robaba el aliento, la que me hacía mentir y morir por sentir sus uñas en mi espalda.
Lo peor es que no conocía el motivo. Varias veces la oí decir que tenía dos hermosos hijos, muy parecidos a su padre, que su esposo era dedicado y buen amante. No les hacía falta el dinero, al contrario, pasaban sus vacaciones en el caribe abrazados por el calor ecuatoriano. Su auto reflejaba muy bien su estatus, inclusive me dio cortedad que subiera al mío, viejo, pero con mi estilo. Algo le faltaba, pero no sé qué.
Luego de esa noche, ella desapareció entre los pequeños rayos de sol que despedía el amanecer. No volví a verla. Ni en la oficina, ni en la ciudad. Las malas lenguas decían que su marido se la llevó lejos, que decidió empezar de nuevo. Bajé la cabeza y me alenté pensando que al menos volvería a ser la mujer que tanto me seducía.
Una tarde, tras meses de haberme encerrado en esa maldita oficina de dos por dos, mi jefe me llamó: quería ofrecerme un ascenso. Mi sorpresa no fue la suma que pasaría a ganar, ni haber cerrado el trato con ese contrato y un apretón de manos... sino el porta retrato sobre el escritorio, donde mi jefe abrazaba a una mujer delicadísima y a dos niños, sus dos hijos. 
La dama de la foto, era la de la sonrisa rota. La mujer de tantas noches de hotel, la fugaz, la que se subía a mi Plymouth '73. La que me dejaba marcas en la piel y hacía que mi cabeza girara en círculos, la que sólo sonreía cuando pasaba por mi cubículo. Ella era la esposa de mi jefe.

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